Homenaje a Federico García-Lorca

Homenaje a Federico García-Lorca en el 80 aniversario de su desaparición de una cárcel en Granada.

En esta historia alternativa, que presento en Bécquer eterno, Lorca no murió ese día.

 

La tercera noche, me sacaron de la celda. A mí y a otros dos prisioneros culpables como yo de ser, o quizás de no ser lo que nuestros carceleros querían que fuésemos.

Fusilaron primero a mis compañeros y empujaron sus cuerpos en la fosa que nos habían hecho excavar. Me dejaron de último porque querían quizás que los temiese, que temiese la muerte que representaban, y que les suplicase por mi vida para poder humillarme aún más.

Pero no lo hice.

Los insulté, disfrazándose mi miedo de ira, y ellos me insultaron también.

Me llamaron ‘rojo’ y ‘maricón’ porque lo soy. Pero en su boca era un insulto, porque el ser de izquierdas y homosexual era un crimen en su mente y para su iglesia, un pecado mortal.

Y uno de ellos, su jefe tal vez, me golpeó con la culata de su fusil con tanto odio que se tambaleó y se cayó encima de mí en la tumba recién abierta.

Un dolor imposible estalló en mi cerebro, un dolor negro de horror y espanto, y el mundo se apagó a mi alrededor.

Cuando recuperé el conocimiento estaba tendido en la hierba marchita y un hombre vestido de negro me sonreía sereno, con ojos de fuego. El Ángel de la muerte pensé que era y no me importó estar muerto porque era una visión deslumbrante, su silueta enmarcada en la luz suave de un amanecer próximo. Bécquer me dijo su nombre, dando por hecho que yo aceptaría que él era el poeta del amor sin retorno, nacido cien años antes.

—Nos tenemos que ir —me dijo, mientras yo lo miraba asombrado—. El sol está al salir. Y hasta que recuperes las fuerzas, no te debe tocar.

Me tomó en sus brazos como si fuera un niño y me llevó al coche aparcado bajo un solitario olivo casi marchito.

A mis verdugos, me enteré más tarde, los había matado bebiendo su sangre, y dejado sobre la tierra, una ofrenda a los pájaros carroñeros que volaban ya en círculos, sobre nuestras cabezas.

Dejamos Granada aquella misma mañana.

Soldados, sujetando sus armas con manos nerviosas, nos pararon varias veces. Bécquer, bien los convenció que nos dejaran pasar, o los golpeó, dejándoles inconscientes, sin darles tiempo a darse cuenta de que a pesar de su sonrisa amable, no les estaba pidiendo permiso, sino dándoles una orden, cuando les dijo que se apartasen.

Viajamos día y noche. Y cuando la sed de sangre se despertó en mi, como un río salvaje después de las lluvias, me ayudó a saciarla en los jóvenes imprudentes que intentaron quitarnos el coche.

Cruzamos los Pirineos al amanecer y entramos en Francia, dejando detrás una España al borde de una guerra civil alimentada por un odio tan intenso que ni palabras ni razón podía ya evitar.

Sin rumbo fijo continuamos nuestro viaje, viviendo de la sangre de víctimas que Bécquer seducía. Sangre que no era nunca bastante para saciar mi sed. Nunca bastante para matar, porque Bécquer no era un monstruo, pronto me di cuenta, ni tampoco el Ángel de la muerte como yo había pensado cuando me rescató de una muerta cierta. Sino tan solo un hombre que el azar había hecho inmortal.

Su azar y el mío.

Un día, nuestro primer día en Viena, me besó por primera vez. Aquella noche nos hicimos amantes.

Durante días, durante semanas, durante meses, rehusé dejar la casa que Bécquer había alquilado con vistas al Danubio. Nunca me preguntó. Y yo nada le dije. Porque cuando el odio toma las riendas y el hermano mata al hermano, en el nombre de un dios de fuego y sangre, ni siquiera un poeta tiene palabras para expresar su horror.

Nunca me preguntó.

Me tomó como su amante y curó mi alma con su pasión, y con las palabras de amor que reinventó para mí.

Nunca regresé a España, una tierra desolada, rota y estéril en mi mente.

Nunca regresé a mi querida Granada porque sabía que la guerra no había terminado cuando las armas dejaron de escupir muerte, porque cuando el enemigo es tu propio hermano, no puede haber victoria. No puede haber paz después de tanto odio, sólo vergüenza y un muro de silencio que marchita el alma.